Llueve.

Y cuando llueve, la cabeza desciende para proteger la mirada, el cuerpo se encorva y los brazos se encojen para esconderlo bajo el caparazón inexis- tente.

Hay algo bello en la lluvia que nos impide odiarla. Aunque hoy nos cueste deambular desnudos bajo el goteo húmedo y continuo de un día gris. Las gotas que pudieran refrescar, a veces, son demasiado frías.

Han pasado ya esos días de calor extremo y trabajo pasional de ado- ración al cuerpo.

Ha llegado la lluvia. Los músculos se resienten y el cansancio convierte cada gota que toca al sensible cuerpo, en una violenta experiencia.

Que agotador es suspirar; en ocasiones. Me siento en un banco, entre árboles, buscando el placer del descanso y la contemplación.  Me levanto y continúo el paseo. Que agotador es reposar; si debo. Es más placentera la actividad que el descanso, aunque ésta provoque una mayor necesidad de la temida pasividad.

Escribo unas líneas. Descanso. Añado unas pinceladas. Descanso. Bebo medio café. Me ahogo. Como. Me agoto. Escribo otra vez. Otra vez todo, otra vez.

Está lloviendo, y las gotas pesan mucho.

(cgd’012)